jueves, 15 de noviembre de 2007

Reflexiones

Por Pedro Zepeda, desde Santiago
ATA UNA CINTA AMARILLA

Se metió en líos de droga, se hizo adicto y acabó por marcharse de casa llevándose lo que no era suyo, lo malgastó y enfermó de SIDA. De vez en cuando le rondaba la idea del retorno, pero la desechaba, unas veces por temor a ser mal recibido; otras, porque no se sentía capaz de volver a una vida ordenada; le faltaba voluntad para ello.

Un año, cuando se acercaba la Navidad, se animó a escribir a sus padres y hermanos: les pedía perdón por lo que había sucedido, les decía que no se atrevía a volver, pero que lo estaba deseando con toda su alma rota. «Si estáis dispuestos a acogerme -les decía- atad una cinta amarilla en el árbol desnudo de hojas por el invierno que hay delante de casa, junto a la vía del tren». Si veo la cinta amarilla, me bajaré en la estación. Si no, aceptaré y comprenderé vuestra decisión y continuaré mi viaje».

Desde el tren imaginaba el árbol, tan familiar, con una cinta amarilla atada quizá en el extremo de aquella rama que colgaba sobre la vía, y por la que tantas veces se había encaramado y gateado cuando niño. Pero también se imaginaba el árbol totalmente desnudo y silencioso, y se le helaba el corazón.

Cuando el tren pasó, disminuyendo la marcha frente a su casa, contempló el viejo árbol transformado: estaba repleto de cintas amarillas, más de cien habían sido colgadas sobre sus ramas.
Popular Norteamericano